domingo, 11 de marzo de 2018

Evangelio del Domingo 11 de Marzo del 2018



la vida, y se aplica a sí mismo la imagen de la serpiente de bronce. Jesús ve en aquél mástil la figura anticipada del madero de la cruz y empieza a explicárselo al ilustre fariseo que le escucha admirado: “Así tiene que ser clavado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna”.
El término elevar significa, al mismo tiempo, que Jesús será elevado en la cruz y que será exaltado en la resurrección. La cruz es el trampolín para saltar a la resurrección. Para Juan, la cruz no es el lugar de la máxima humillación sino el lugar de la exaltación y la glorificación. “Ha llegado la hora en que el Hijo del Hombre sea glorificado”. La elevación de la crucifixión, incluye dos momento ligados entre sí: la elevación en la cruz y su exaltación por la resurrección, y la ascensión al Padre. Por eso el crucificado es el máximo signo del amor de Dios y fuente de vida para los creyentes.
La victoria de la cruz es la victoria del amor sobre el odio y la violencia, de la verdad sobre la mentira, de la vida sobre la muerte, aunque predomine todavía el odio, la mentira y la violencia. La cruz es signo de la esperanza en la liberación final y en la victoria definitiva de Dios. Nadie puede pasar indiferente ante la cruz como si este acontecimiento nada tuviera que ver con él.
El Evangelio de hoy, del diálogo de Jesús con Nicodemo, nos ofrece una pista deslumbrante del camino del amor: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único”. Detrás del Crucificado está el mismísimo Dios. La Cruz vista desde su lado luminoso, se convierte en el símbolo del amor ilimitado de Dios. En la cruz del Hijo, se demuestra qué lejos va Dios en su amor, al entregarnos lo más querido para él. Y qué lejos va Jesús, al jugársela toda por nosotros los hombres.
Amor significa, ante todo, interés por el otro, participación en su realidad, preocupación en sus necesidades, y jugarse todo por él. El amor solo quiere el bien del amado y trata de favorecerlo en todas las formas posibles. Para quien ama, el destino de la persona amada no le son indiferentes, más bien compromete todas sus fuerzas para hacer posible que ella viva con gozo y plenitud.
Dios se interesa de tal manera por su amada humanidad que manda a su Hijo, y lo expone a los peligros de esa misión, consciente de que puede terminar crucificado. Nosotros significamos tanto para Dios, que él pone en riesgo a su propio Hijo por nosotros. Y el Hijo viene para ocuparse personalmente de nosotros, para mostrarnos el camino de la salvación, para invitarnos a la comunión con el Padre, para que vivamos como hijos de Dios, y como verdaderos hermanos entre nosotros.
No se dice qué es, o cómo es Dios en su esencia, sino qué hace Dios por nosotros, sus hijos, creados por amor y destinados a vivir el amor en Dios mismo, podremos comprender porque Dios hace lo que hace, y descubrir que la esencia de Dios es el amor, sólo comprensible desde la fe.
Otra gran novedad. Frente al pueblo que esperaba un Mesías guerreo que acabaría con los malos, llega Jesús, que no viene a condenar, sino a salvar. La iniciativa procede de Dios que da el primer paso al enviarnos a su Hijo como prueba de su amor. El hombre responde aceptando ese don y, dejándose amar, vuelve a “nacer”. El hombre es sumergido en la vida de Dios con el nuevo nacimiento que nos conduce a la plenitud de nuestro ser, a la verdadera “vida” que no pasa.
Lo sorprendente es saber que si podemos amar es porque hemos sido amados primero. Este es el primer y fundamental paso que Dios dio por nosotros. Y esta expresión máxima del amor de Dios, es una interpelación a nuestra responsabilidad para que aceptemos su amor. Dios quiere salvar, pero desde nuestra libertad somos capaces de rechazar ese amor. La condenación es responsabilidad personal de cada uno. El juicio de salud, o de desgracia no es una decisión del futuro, si no que sucede en este momento, aquí y ahora, por nuestra decisión personal de aceptar o rechazar a Cristo. Dios revela su increíble solicitud por nosotros pero no puede salvarnos sin contar con nosotros, ni mucho menos en contra de nuestra voluntad.
Otro tema importante es la oferta de la luz. Se habla aquí de la luz que es la verdad, de la verdad que es amor, del amor que es la vida eterna. Y se habla de que esta Luz-Verdad-Amor-Vida se acerca al hombre, en la persona de Jesucristo, para iluminarlo y salvarlo, para atraerlo y transformarlo
Jesús es la luz que ilumina a todo el que viene a este mundo, pero la luz fue rechazada y los hombres prefirieron las tinieblas porque sus obras eran malas”. La raíz del rechazo de Dios no está por lo tanto en la mente sino en el corazón: Es problema de obras y no de conceptos. Jesús establece un principio claro: hay una relación directa entre buena conciencia y fe, y entre incredulidad y malas obras. A veces vemos la fe como un conjunto de verdades que hay que aceptar, dejando la fe a nivel de ideas, relacionando fe e inteligencia. Pero Jesús en el coloquio con Nicodemo nos hace otra afirmación: El que obra la verdad se acerca a la luz para que se vean sus obras, pero el que obra mal huye de la luz para no verse acusado por sus obras”. Las buenas obras llevan a creer, las malas obras apartan de la fe. La fe profesada en el credo es sólo una parte de mi aceptación de Dios, la otra parte es mi vida.
2.- ¿Qué mensaje nos trae este pasaje y qué compromiso me pide,  hoy, al Señor?
            ¿Qué sentido puede tener fijar los ojos en una persona crucificada para una sociedad que busca apasionadamente el confort, la comodidad y el máximo bienestar? ¿Hemos de seguir alimentando un cristianismo obsesionado por la cruz y las llagas del crucificado?
            Los cristianos, cuando adoramos la cruz, no ensalzamos el sufrimiento, la inmolación y la muerte, sino la cercanía y la solidaridad de Dios que ha querido compartir nuestra vida y nuestra muerte. No es el sufrimiento el que salva, sino el amor de Dios que se solidariza con la historia dolorosa de los hombres. No es la sangre la que purifica, sino el amor infinito de Dios que nos acoge como hijos. Por eso, ser fiel al Crucificado no es buscar de una forma masoquista el sufrimiento, sino saber acercarnos a los que sufren solidarizándonos con todas las consecuencias, para destruir sus cruces, o ayudarles a llevarlas.
             Descubrir la grandeza de la cruz no es encontrar algún poder o virtud en el dolor, sino saber percibir la fuerza liberadora que se encierra en el amor cuando es vivido en toda su profundidad.
            Hay cruces casi inevitables, como el trabajo, el clima, la convivencia, que debemos asumirlas. Hay cruces que nos endosan, como una calumnia, un contrato de trabajo que hay que aceptar porque no hay más remedio. Hay cruces que nos atrapan como la droga, el dinero, el poder, el juego, habrá que huir de estas cruces. Hay cruces de temporada, como la enfermedad, los exámenes, la muerte de un ser querido, que debemos aceptarlas sin hacerlas más pesadas. Y cruces de competición, como el trabajo, la lucha para mejorar la capacitación profesional, o las condicionen de vida. Estas cruces no pesan, son parte de nuestra manera de ser y crecer como personas, son nuestro aporte, nuestro tributo para conseguir, ese objetivo soñando, es e título. Estas cruces no deberían pesarnos, y debemos  buscarlas y asumirlas. Y cuando es posible destruirlas.
            La cruz de la que habló Jesús tiene una dimensión más redentora y solidaria: se trata de la cruz del dolor, de la injusticia, de la miseria y de la exclusión que los sistemas sociales, de todos los tiempos, les imponen a las personas más débiles. Esas son las cruz que debo admirar y cargar con alegría: la cruz del que procura que el otro no tenga cruz, del que ayuda al otro a llevar su cruz, la del que se mortifica por no mortificar a los otros, la del que sufre para que el otro no sufra, porque le ama. Esta es la cruz de Jesús. Esta es la cruz que da vida, que nos da vida, que nos salva.
            Jesús al invitarnos hoy a negarnos a nosotros mismos y a cargar con la cruz, no nos invita a un ejercicio piadoso, sino a una opción serena y responsable por aquellos a los que el sistema les impone la cruz de la intolerancia, la exclusión y la miseria. No es necesario inventar más cruces, ya hay suficientes. Pocos aspectos del Evangelio han sido tan distorsionados y desfigurados como la llamada de Jesús a “tomar la cruz”. Muchas personas tienen ideas confusas sobre la actitud cristiana ante el sufrimiento. Jesús no ama, ni busca el sufrimiento, ni para él, ni para los demás, como si este encerrara algo especialmente grato a Dios. Es una equivocación creer que uno sigue más de cerca a Jesús si busca sufrir sin necesidad alguna, si sufre por sufrir. Lo que agrada a Dios no es el sufrimiento, sino la actitud con que una persona asume las cruces que nacen del seguimiento fiel a Cristo. Cuando Jesús se encuentra con el sufrimiento provocado por quienes se oponen a su misión, no lo rehúye sino que lo asume en una actitud de fidelidad al Padre y de servicio incondicional a las personas.
            La cruz cristiana no es símbolo ni de masoquismo, ni de simple resignación: es el símbolo del máximo gesto de libertad y de amor. Dios eligió la cruz por amor a los crucificados, en solidaridad con todos los que sufren. La cruz aunque absurda, puede ser el camino para una gran liberación, con tal que tú la aceptes con libertad y amor como Jesús. La cruz entra en la historia del amor” L. Boff.
            En la Eucaristía anunciamos la muerte de Cristo y proclamamos su resurrección hasta que venga. En el misterio de la redención lo principal no es la cruz, ni el camino de la muerte, sino el testimonio de amor de Jesús al Padre que le lleva a aceptar la cruz y la muerte. La muerte sin el testimonio de amor solo sería un absurdo y cruel acontecimiento. Jesús llevó la cruz hasta la muerte como testimonio de amor y los que quieran ser cristianos deben seguir su camino e imitar su ejemplo.
La filosofía de la cruz no se limita a la formulación de unos principios doctrinales abstractos, sino que contempla más bien las cruces concretas de la vida humana. No anuncia la vocación cristiana como una situación de privilegio protegido de las adversidades; sino que expresa con crudo realismo, las dificultades que esa vocación conlleva: cargar con las cruces, que la vida impone y cargar con las cruces que el discípulo de Cristo se impone para poder seguirle. Si la cruz puede llenar de sombras el paisaje de la vida, el amor con que se asume proyecta su luz de esperanza sobre el horizonte.
            La cruz no puede ser alabada ni amada por sí misma. No es posible amar ni entusiasmase con dos maderos cruzados, utilizados para un bárbaro suplicio, ni puede ser interpretada como una medida de la capacidad estoica de resistencia pasiva. Lo que la fe predica es el crucificado que pende de ella por amor. La cruz que Cristo nos invita a tomar es la de los esfuerzos que uno asume, o se impone para ser fiel a la voluntad del Padre, y esto como expresión de amor.
            Entendida así la cruz es elemento transformador de todas las realidades humanas. Por eso más que hablar de la cruz como condición para el discipulado de Cristo, se debería hablar de una elección de amor preferencial, y mirando siempre más al crucificado que a la cruz. Las cruces suelen venir sin buscarlas, y tenemos que llevar, a gusto, o a disgusto, las cruces: de la enfermedad, el fracaso, los desengaños, los trabajos. Las previstas y las impuestas, ante las que nos lamentamos y nos preguntamos ¿por qué me vino ahora esto a mí? Todo eso entra en el programa de la vida. Jesús no da explicaciones del origen de las cruces, sólo nos invita a cargar con ellas y seguirle.
            Tanto amó Dios al mundo, es el centro y el eje de la fe cristiana. El amor de Dios es universal y alcanza a la humanidad entera. El objetivo de su amor es que el mundo tenga vida auténtica y que cada uno de nosotros también la tengamos. Debemos ser capaces de descubrir y experimentar nuestra fe como fuente de vida auténtica. Debemos convencernos de que creer en Cristo es tener vida eterna, es decir comenzar a vivir ya, desde ahora, algo nuevo y definitivo que no tendrá fin.
No podemos vivir sin ese Dios, cercano al mundo y a cada uno de nosotros, que toma la iniciativa de amarnos, que ama sin condiciones, con plenitud y lealtad, que anima y sostiene nuestra vida, y que nos llama, y nos urge, desde ahora, a una vida más plena y más libre. Ser creyente es sentirse amado y llamado a vivir con mayor plenitud, descubriendo, desde nuestra adhesión a Jesucristo, nuevas posibilidades, nuevas fuerzas y nuevo horizonte de una vida cada vez más humana.
            En el fondo de toda ternura, en el interior de todo encuentro amistoso, en la solidaridad desinteresada, en el deseo último enraizado en la sexualidad humana, en la entraña de todo amor, vibra el amor infinito de Dios. Por eso la vida del ser humano no tiene sentido sin amor. Para el hombre o la mujer, creyentes, vivir significa dar, acoger y compartir. Creados a imagen y semejanza Dios, no podemos auto-realizarnos en solitario. La vida humana es vida social, en relación de amor y amistad con los demás. Sin relaciones de amor, ningún ser humano es verdadera y plenamente persona.
3.- ¿Qué respuesta le voy a dar, hoy al Señor?
·         ¿Tengo claro lo que significa la cruz y el sentido de cargar la cruz?
·         El Dios en el que tú crees, ¿es el Dios del Evangelio de hoy? ¿Has sentido en tu vida su amor?
·         ¿Ves en la Cuaresma una oportunidad para conocer al Dios verdadero y saber cómo debes vivir?

Autor: P. Felipe Mayordomo Álvarez sdb
Transcripcion: Jorge Mogrovejo Merchan  

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