domingo, 25 de febrero de 2018

Evangelio del Domingo 25 de Febrero del 2018



Domingo II de Cuaresma Ciclo B 25 de FEBRERO 2018. Transfiguración del Señor
Evangelio: Mc 9,1-9:
Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, Santiago y Juan, y los lleva, a ellos solos, aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo. Se les aparecieron Elías y Moisés, y conversaban con Jesús. Toma la palabra Pedro y dice a Jesús: “Rabbí, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”; pues no sabía qué responder ya que estaban atemorizados. Entonces se formó una nube que les cubrió con su sombra, y vino una voz desde la nube: “Este es mi Hijo amado, escúchenlo.” Y de pronto, mirando en derredor, ya no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos. Y cuando bajaban del monte les ordenó que a nadie contasen lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos”.
1.- ¿Qué nos quiere decir Marcos en este Evangelio?
Entramos en el camino de la cuaresma con la transfiguración, el momento culminante en el que el Padre revela a los discípulos la identidad plena de Jesús, su “Hijo”. Deberán comprender, no sólo, la relación de Jesús con los hombres, como Mesías; sino también su relación con Dios, como “Hijo”.
El relato comienza presentándonos las coordenadas de tiempo y de lugar, junto con los personajes y la circunstancia. “Seis días después”, trata de conectar el episodio de la confesión de fe de Pedro, y el anuncio de la pasión de Jesús con el relato de la transfiguración.
A pesar de la reacción negativa de Pedro ante el anuncio de la Cruz y de la dura respuesta de Jesús, a Pedro, él “toma consigo a Pedro”, con “Santiago y Juan”, para llevarlos a la montaña. En tres momentos Jesús lleva consigo a estos tres discípulos: En la resurrección de la hija de Jairo, en el huerto de los Olivos. Tal vez ellos, ofrecieron mayor resistencia cuando les hablaba de su destino doloroso de crucifixión. Pedro intentó quitarle de la cabeza esas ideas absurdas. Los hermanos, Santiago y Juan, le estaban pidiendo los primeros puestos en el reino del Mesías.
I.-A ellos solos”.
Jesús crea un espacio de intimidad con los tres discípulos que ha separado del resto. La mención de la montaña crea una atmósfera espiritual que nos remite lo que había sucedido en el monte Sinaí, en el que el contacto de Moisés con Yahvé lo llevó a reflejar en su rostro la Gloria del Señor. El centro del relato es una manifestación de la gloria de Dios en la persona de Jesús, con lo que el Padre hace y dice a favor de Él. La primera parte se refiere a la “visión”: se ve a Jesús; se ven dos personajes celestiales. La segunda parte a la “audición”, se oye la voz del Padre: “Este es mi Hijo…
II.- La transfiguración.
El centro de este acontecimiento es que Jesús “fue” transfigurado por el Padre “delante de ellos”, en función de los discípulos: Por el poder de Dios, Jesús se hace visible a los ojos de los discípulos con la misma imagen que tendrá cuando, participe de la resurrección.
La expresión: “Se les aparecieron”, introduce en la escena a Moisés y Elías frente a los discípulos. ¿De qué conversaban? Lo que importa es que conversan en presencia de los discípulos. Moisés y Elías son figuras prominentes en la Biblia. Moisés, fue el intermediario de Dios en la entrega de la Ley a su pueblo. Elías, el profeta de fuego, no sólo es importante por ser de los fundadores de la profecía bíblica, sino porque en los tiempos de Jesús se relacionaba la venida del Mesías con su “retorno”. Moisés y Elías, son los únicos personajes del A. T. que suben al monte: Moisés al Sinaí, donde recibió la Ley y selló la Alianza, Elías al Horeb para refugiarse cuando le perseguían, recibiendo una manifestación de Dios.
III.- Dios revela a Jesús como su Hijo.
Es un relato, análogo al del bautismo, de una epifanía o manifestación de Dios. En el bautismo la revelación es hecha solo a Jesús. Aquí, la revelación está hecha a los discípulos. Aunque lo que acaba de suceder era grandioso, lo que viene ahora lo será aún más.
Esta vez la nueva visión se complementa con la audición de la voz de Dios Padre. También este relato apunta a los discípulos: la nube: les cubrióla voz está dirigida a ellos: escúchenlo Finalmente queda “Jesús solo con ellos”. Como en el Sinaí, la “nube” fue imagen del mismo Dios que hace visible su gloria, el signo de la presencia escondida y poderosa de Dios: “Descendió Yahvé en forma de nube y se puso allí junto a él”. Ahora, es Dios mismo quien habla desde la nube como había sucedido en el Éxodo. El misterio interior de la persona de Jesús se exterioriza en la blancura y el resplandor de sus vestidos, que son signos de la presencia de Dios. La Gloria divina, reflejada en el rostro de Moisés, es superada en la transfiguración del rostro de Jesús.
Las palabras reveladoras del Padre tienen dos partes:
·         Una declaración: “Este es mi Hijo amado”. Una afirmación de la identidad de Jesús. Lo mismo que dijo el Padre en el bautismo de Jesús. Entre ellos hay un vínculo inédito y profundo de amor!
·         Un mandato: “¡Escúchenlo!”. Indica cuál es la respuesta adecuada frente a la persona de Jesús y cuál es la manera de ejercer el discipulado: la escucha pronta, continua e incondicional.
La pregunta planteada por los discípulos en el lago: “¿Quién es éste?”, ya tiene respuesta: Dios Padre es quien revela a Jesús, y nos indica la actitud fundamental del discipulado: la escucha del Maestro.
También se nos dice, aquí, qué Jesús, como el Hijo de Dios, ha anunciado su enseñanza sobre su Cruz, y sobre la cruz del discípulo. Y todo esto sucede en presencia de Moisés y Elías. Jesús no es el que recibe la revelación sino el que es revelado, en Él reposa la voluntad de Dios. Lo que dice la Ley, Moisés y los profetas, Elías, ya sólo vale en la medida en que se escucha al “Hijo de Dios”.
De los tres personajes que se presentaron sólo queda Jesús, el Hijo amado de Dios, y a quien hay que escuchar. Jesús inaugura el Nuevo testamento en continuidad con el Antiguo. En el Tabor aparece Jesús en lo que es, como Hijo de Dios. Los discípulos ven abajo lo humano, en la montaña su divinidad. En su realidad total, Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre.
IV.- Jesús y los discípulos de nuevo “solos”.
El momento conclusivo de la revelación a los discípulos es idéntico al comienzo: “Jesús solo con ellos”. Ahora ven a Jesús, con el que “están” a diario, con un nuevo dato que clarifica el conocimiento que tenían de su mesianismo: el Cristo, el Mesías es el Hijo de Dios. Los discípulos deben ver a Jesús bajo una nueva luz y captarlo de una manera nueva.
A la subida corresponde ahora el descenso, lo cual implica un retorno a la vida cotidiana. La propuesta de Pedro de quedarse a vivir en la montaña respondes al miedo de ir a Jerusalén. Por eso intenta impedir a toda costa que Jesús baje de la montaña. Como Pedro son muchos los que prefieren la comodidad de la contemplación y la oración a enfrentarse a los riesgos de la vida diaria. Quedarse en el monte, en la experiencia gozosa, significa que no han entendido el mensaje del Mesías.
Es la segunda vez que Jesús manda a callar a los discípulos. Este es, el silencio contemplativo que dispone al discípulo para acoger y asumir la revelación del doloroso camino de la Cruz.
2.- ¿Qué mensaje nos trae este pasaje y qué compromiso me pide, hoy, al Señor?
No tiene sentido preguntarnos qué puede haber de histórico detrás de este relato simbólico, y es imposible determinar exactamente lo que sucedió en el monte, pero debemos creer que los discípulos vivieron una experiencia inefable de oración y profundización religiosa que los conmocionó. Que ellos vieron y palparon claramente el resplandor incomparable de la identidad misteriosa de Jesús. Y que en algunos momentos de su vida, captaron en él algo que escapaba a su condición humana.
El relato es una especie de resumen de la Pascua. Cuando empieza el camino hacia Jerusalén y los discípulos reciben la enseñanza de la cruz, se les otorga el privilegio de una experiencia singular que ilumina el camino de la cruz que parece necedad y locura. Lo importante es que en ese mismo camino sepamos ver la transfiguración, que aunque cargada de incertidumbre y de cruz, nos permita reconocer a Jesús, reconocernos a nosotros mismos y reconocer, también, lo extraordinario su historia personal desde todo el esplendor de la resurrección.
La escena de la transfiguración es particularmente significativa, y nos revela algo que es una constante en el Evangelio: Cristo no lleva a la persona a la huída religiosa del mundo, sino que lo devuelve a la tierra, para ser files a Dios y a la tierra, y comprometidos en la construcción del Reino.
Se ha dicho que la mayor tragedia de nuestros tiempos es que los que oran no hacen la revolución, y los que hacen la revolución no oran. Lo cierto es que hay quienes buscan a Dios sin preocuparse de buscar un mundo mejor y más humano. Y hay quienes se esfuerzan por construir una tierra nueva sin Dios. Unos buscan a Dios sin mundo y otros buscan el mundo sin Dios. Unos creen ser fieles a Dios sin preocuparse de la tierra. Otros creen poder ser files a la tierra sin abrirse a Dios. En Jesús esta disociación no es posible. Él nunca habla de Dios sin preocuparse del mundo, y nunca habla del mundo sin el horizonte de Dios. Jesús habla del reino de Dios en el mundo. Sólo puede creer en el reino de Dios quien ama a la tierra y a Dios en un mismo aliento.
“Hagamos tres tiendas”, Pedro no ha entendido nada. Pone a Jesús a la misma altura de Moisés y de Elías. Y quiere retenerle en la gloria del Tabor, para que no siga el camino de la pasión y la cruz. Dios mismo le va a corregir solemnemente: “Este es mi Hijo amado”. “Escúchale a él”, incluso cuando os habla de un camino de cruz que terminará en resurrección. Pedro quiere detener el tiempo, instalarse cómodamente en la experiencia de lo religioso, huyendo de la tierra, como si ya hubiese llegado el tiempo del reposo eterno. Pero Jesús los baja de la montaña al quehacer diario de la vida. Y los discípulos tendrán que comprender que la apertura al Dios trascendente no puede ser nunca huída del mundo. Quien se abre intensamente a Dios ama intensamente la tierra. Quien se encuentra con el Dios encarnado en Jesús siente con más fuerza la injusticia, el desamparo y la autodestrucción de los hombres. Y comprende que para seguir a Jesús hay que bajar de la montaña y continuar con él el camino de Jerusalén y asumir la tarea de construcción del Reino.
Es preciso seguir a Jesús y aceptar su mensaje. La transfiguración revela el sentido misterioso y profundo de la vida de Jesús, y nos compromete a vivir la realidad, cargando con la cruz. Hoy como entonces, el cristiano tiene que afrontar la realidad sin refugiarse en la montaña, en la visión de Dios, en la oración. Las manifestaciones de Dios, las experiencias espirituales no son para separarnos de la vida real, sino para ayudarnos a discernir y a afrontar la realidad histórica en toda su profundidad, para ayudarnos a seguir a Jesús y proseguir su proyecto, para comprometernos en la construcción del Reino para hacer de esta tierra un anticipo del cielo.
La propuesta de Pedro no es un acto de generosidad, sino una falsa visión de lo que es seguir a Jesús. El cristiano no puede quedarse en el monte, en la contemplación, sino que debe bajar a la realidad y recorrer el camino de la historia, atento a las señales de Dios desde la historia que vivimos.
El Tabor es el resultado de la subida. Cuando, a pesar de las dudas, nos dejamos guiar por Jesús, en su ida a Jerusalén, empieza a brillar en nosotros la luz de Dios, y sentimos su presencia irradiando luz, calor, sentido. No necesitamos otros tesoros, porque percibimos que Dios nos acompaña, nos habla, nos protege y nos confirma. En esos momentos de plenitud y felicidad, se ven las cosas con tanta claridad, que las necesidades, los problemas y las angustias cotidianas parecen haber desaparecido del horizonte.
Cuando nos hemos olvidado de nosotros mismos, cuando nos hemos agotado en el servicio a los otros, cuando hemos vencido la tentación de buscar solo lo nuestro, cuando hemos compartido lo que necesitábamos, cuando hemos rescatado a alguien de su infierno, cuando hemos sabido rebajarnos y ceder, cuando hemos aceptado el sufrimiento por librar a otros, cuando hemos entrado en el conflicto por trabajar por la paz, cuando hemos orado desde el corazón del mundo, cuando hemos puesto nuestra voluntad en manos de Dios, estamos llegando a la transfiguración aunque se haya hecho esperar.
El Tabor es un don enteramente gratuito, que Dios nos da para fortalecer la fe, para avivar la esperanza, para encender el amor, para prepararnos para la lucha, para movernos a la generosidad, para descubrir la solidaridad, para poder consolar a los hermanos, para cantar sus alabanzas, para que no dudemos ni nos desanimemos, para que gustemos un poco las primicias del Reino.
Porque lo esencial, en este misterio de la transfiguración no es tanto entrever a Jesús en su gloria, cuanto recibir del mismo Padre la consigna: Este es mi Hijo amado, escuchadle...Y alzando los ojos no vieron a nadie, sino a Jesús solo”. La tarea del cristiano es no ver ni oír nada fuera de Jesús.
Muchos cristianos están tan preocupados por el después y el más allá, mirando al Tabor, que se olvidan del ahora y del aquí. Pero es aquí, y ahora, donde nos espera Cristo, donde tenemos que hacerle presente, donde tenemos que jugarnos nuestra autorrealización y nuestro compromiso con la historia, por el cambio, para una vida más humana y más plena. Porque este valle de lágrimas, fruto de nuestros egoísmos, tenemos convertirlo en Tabor, para saborear ya desde ahora las verdaderas alegrías del cielo.
La “sociedad del bienestar” no contradice, ni excluye la vida nueva del Reino, sino que presupone y exige una vida plenamente humana en el aquí y el ahora de la historia, y para todos. La sociedad del bienestar nos plantea, a los cristianos, dos desafíos: conseguir que el bienestar sea para todos, y que no renunciemos a ser más por el tener más. Que sea para todos: porque en nuestro primer mundo, del lujo y del derroche, se alberga un cuarto mundo vergonzoso en condiciones infrahumanas. El primer mundo egoísta que vive a costa del tercer mundo necesita una inyección de los valores evangélicos: la verdad, la justicia, la igualdad, la solidaridad, la tolerancia y la fraternidad para convertir en una sola familia humana este conjunto de tribus que habitamos este planeta tierra.
El primer mundo que vive ya, como si Dios no existiera, porque ha convertido en dioses el poder y el dinero, necesita redescubrir al Dios verdadero, al Dios amor, para humanizar y fraternizar las relaciones humanas, a todo nivel. Y que no renunciemos a ser más por el tener más. Bienvenidos sean todos los recursos de la técnica, todo lo que nos hace una vida más fácil, más humana y más feliz. Las cosas están en función de ser más persona, de vivir mejor como persona: con más tiempo libre para disfrutar de la naturaleza, para cultivar nuestras capacidades artísticas, para compartir con los amigos, para que los esposos disfruten su relación de pareja, para dedicar más tiempo a los hijos, para vivir como personas.
Que desde nuestras ciudades, podamos contemplar, entre las gigantescas torres que llegan hasta el cielo, las montañas verdes, que nos recuerden el Tabor, lugar de encuentro con Dios, nuestro Padre. Un Tabor que nos permita elevar nuestra vista sobre todas las cosas: para descubrir y encontrarnos con Jesús, el enviado de Dios-Padre. Para que mirando el mundo con los ojos de Dios, descubramos en todo ser humano, al hermano que ha puesto Cristo a nuestro lado, para que aprendamos a compartir, entre todos, y como hermanos, todo lo que Dios nos dio para todos.
La transfiguración es como un chorro de luz sobre las oscuridades de la fe para iluminar el misterio de la vida cristiana en su continuo caminar. La fe es certeza y debe darnos seguridad, aunque no siempre lo veamos todo con claridad. Sabemos cual es el camino y seguimos caminando, conscientes de que aunque no sintamos la presencia de Cristo, sabemos que él nos acompaña. El Tabor y el Gólgota son, para el creyente, el mismo monte con dos vertientes alternas: la de las lágrimas y la de las sonrisas. Cuando nos secamos las lágrimas vemos con más claridad, el lenguaje del Tabor son nuestras sonrisas.
Necesitamos subir a la montaña del encuentro con Dios, para bajar después al camino y reemprender con nuevo ánimo la tarea que nos ha sido asignada. Porque solo puede avanzar en el reino de Dios quien ama la tierra y a Dios en un mismo aliento.
Lo importante no es creer en la tradición, en Moisés y Elías, sino escuchar a Jesús y oír su voz y centrar nuestra vida en él. Vivir una relación consciente y cada vez más comprometida con Cristo. Porque solo esta comunión creciente con Cristo va transformando nuestra identidad y nuestros criterios, va curando nuestra manera de ver la vida, nos va liberando de esclavitudes, va haciendo crecer nuestra responsabilidad evangélica. Nos vamos haciendo creyentes en la medida en que vamos experimentando que la adhesión a Cristo, nos hace vivir con una confianza más plena, que nos da luz y fuerza para enfrentarnos a nuestro vivir diario, que hace crecer nuestra capacidad de amar y de alimentar una esperanza última.
3.- ¿Qué respuesta le voy a dar, hoy al Señor?
  • ¿Tengo miedo, como los discípulos, de aceptar la realidad como es, de aceptar la cruz, el esfuerzo y la lucha como único camino hacia la felicidad, que nos plantea la vida desde la fe?
  • Cuando estoy desorientado y cansado ¿subo al Tabor, al encuentro del Señor para ver la vida con los ojos de Dios y dejar que su amor recargue mi corazón? ¿Soy un cazador de malas noticias, o busco, veo, subrayo y comunico lo bueno y lo positivo?
·         ¿Veo la oración y la Misa dominical como una obligación, como una manera fácil de tranquilizar la conciencia, o como un encuentro con el Señor que me compromete a luchar para que este mundo sea cada vez más justo, más humano, más solidario y más fraterno?

 
 
Autor: Felipe Mayordomo Álvarez sdb.
Transcripción: Jorge Mogrovejo Merchán  





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